Lo mismo te echo de menos, que antes de echaba de más.

Por llegar al final arrasé montes, reduje a cenizas negras todo lo vivo que encontré a mi paso.
Árboles huérfanos, cauces secos por donde el agua llenaba de vida meandros.

El tiempo se escurrió fugaz, pero noté su paso. Siento cada uno de los días que me han esquivado, y los que me traspasaron.
Mi calva refleja los años que tuvieron que pasar para que me alegraran las mañanas.
Y aún ahora, cuando relleno los huecos de las horas con sonrisas a media boca, miro en un charco mi cara y no me reconozco. Temo la ruina que reflejan mis pupilas.
Mis pies descalzos recorren la grandeza del mundo sin razones para adoptar posturas que se sienten a los pies del Sinaí.

Mientras echando humo se alejaba el tren, yo miraba las gaviotas desafiando al sol desde la estación del olvido. Ya no recuerdaba nada que no me hiciera feliz y procuraba dormir bajo techo a diario. Mis compañeros rastreaban los pasos que iba dejando atrás y recorrían el camino que yo abandonaba.

Por fin me alejé de la casa de mi infancia. Cogí carrera y me contenté con alcanzar el viento, levitar y, con las manos levantadas, volé con él desde entonces inventando los momentos y manoseando el futuro moldeándolo sin más cañones que palabras ni más escudo que el pecho desnudo.

Ahora que soy feliz, echo de menos mi tristeza