Fe de ratas

Aumento espectativas y renuncio a soluciones intravenosas. Ya no me acomodan bajo las alfombras cuando llegan los maridos, pero aún conservo algo del gran orgullo que antaño me dominaba.

Nunca trabajé para que mi voto anunciase una nueva victoria de la derecha, pero muy a mi pesar, mi trabajo a veces ayudó a que así fuera.


No me apetece volver a llegar tarde a la mina, chacales encamisados alardean de su incansable ánimo de airear edredones, de su insaciable apetito de almas moribundas. Nadie está a salvo en el valle de las flores negras.
Huelen el miedo, dicen. Yo creo que sólo huelen las maletas preparadas de los que quieren huir.

Una mañana, mi padre me enseñó que nunca hay suficiente verguenza en el aliento de los perros y por eso hacen parejas y pasean moviendo la cola. Me intentó alejar del que, con la porra en la mano, infunde más asco que miedo al que respira y más miedo que asco al que lo controla.

Además, los intentos de belleza ausente que dibujabas con la lengua desaparecieron en la última taza de café, amortiguando la caída de ciudades en las nubes, pero no mi llanto enlatado.

Frío y ausente, como arremetiendo contra la peluca empolvada de valor. Mirate y entenderás que tu sueño ya no vive porque lo dejaste atrás. En el país del hambre, el paraíso siempre fue un buffet libre. Y eso no los hace más alegres, simpáticos o necesarios.

Mucha casa para tan poco amor, mucha pared para tan poco arte, mucho ruido para tan poca música.